Estaba sentado en
un banco del paseo más céntrico de la ciudad, apenas se daba cuenta de que a su
alrededor los niños jugaban en los columpios sobre el césped sintético,
saltaban y corrían formando una gran algarabía con sus risas. Me acerqué
con un refresco y un paquete de almendras, extendió sus manos para aceptarlas y
me miró con unos ojos negros y diminutos, parecían perdidos en la noche más
oscura, tan negra como lo es el mundo del alcohol. Era su rostro un campo
incendiado quemado por los soles y los vientos.
- Me llamo como el Rey, ya sabes, Juan Carlos.
Con una voz suavemente imperiosa le propongo:
- Cómetelas, están tostadas y son buenísimas. ¿Qué edad tienes?
- Tengo 37 años. Mi madre murió de cirrosis en el hospital, pero no por beber, era natural de Ricla, mi padre era taxista y yo ya ves, la bebida me llama, yo no la quiero pero ella me sigue -cuando habla de cirrosis se lleva la mano al punto exacto donde se encuentra el hígado- ¿Conoces el Proyecto Hombre?, pues allí y en la Parroquia me quieren mucho y me tratan muy bien pero no puedo volver porque he recaído.
- ¿No tienes más familia? - le pregunto-
- Sí, hermano y hermana, pero llevan su vida, también soy tío, tengo sobrinos y no puedo verlos.
Sale por su boca un torbellino de palabras que me impide intervenir.
- Nací en el barrio La Paz y ¿sabes una cosa? han llegado a esta ciudad extranjeros con un lenguaje extraño, ten cuidado, vienen a robar, ayer querían quitarme mis bolsas y como no me dejé me llamaron una palabra muy fea.
Para poner énfasis a lo que dice, agranda sus ojos mientras me habla.
Días más tarde le regalé una mochila granate, todavía la lleva, me dijo que intentarían quitársela y que pedirá a la Policía que le asignen un guardaespaldas, -sonreí por la descabellada idea-. Todas las mañanas hay alguien que le sujeta el brazo y le pide que le entregue la recaudación. Cómo podía yo imaginar que entre los sin techo también hubiera mafias.
Continúa hablándome
muy educadamente, tras esa ropa descolorida se esconde un alma de niño
viejo, es la pésima apariencia de un ser humano vestido del mismo color que su
vida, de cabello y uñas sucias y probablemente enfermo. Doy un repaso
rápido de los pies a la cabeza y lo que veo ante mi es un hombre joven, de
elevada estatura que debió ser muy guapo, con la piel enrojecida e inflamada y
los dientes muy negros y cariados, dentro de una boca insana.
- Me duelen las muelas, me han dado un paracetamol, allí en el consultorio -me señala con su mano el centro médico-. Me lo tomo con vino, me hace efecto con vino.
- Con vino no, Juan Carlos, con leche
Sigue sosteniendo su tesis con firmeza.
- La leche me gusta pero el vino me gusta más y no puedo dejarlo, soy aragonés y terco. Ya he recaído dos veces y dice Lucía, la asistenta social, que no me admite porque no tengo remedio.
Cuando toca mi turno imito su dramatismo al gesticular mientras le hablo con la intención de asustarle.
- Si bebes te dolerá el estómago, vomitarás y acabarás muriendo joven, como tu madre.
- No me digas eso, que no quiero morir.
Lo que yo no puedo imaginar en ese momento es que él me pedirá un mes más tarde:
- Deséame la muerte, que no puedo más.
Me lo pedirá mirándome con infinita tristeza y se le escapará un hondo suspiro que en mi aflicción parecerá escapado de mi propio cuerpo.
Me fijo en el abrigo, algo corto pero que encaja perfectamente en un cuerpo cada vez más escuálido, lo guarda para las madrugadas frías de Zaragoza.
- ¿Cómo sabes que tengo dolor de estómago muy fuerte? -lo has adivinado-.
- Porque lo sé -le digo tajante- tira esa caja de vino y no te gastes en bebida el dinero que te da la gente que te quiere ayudar.
- Mira esos chicos que están allí, me han dado un billete -me dice-.
Con rapidez me enseña sacando de su bolsillo un billete de 10€ y me pregunta:
- ¿Es mucho dinero?
Yo le respondo que es el suficiente para desayunar de aquí al viernes.
No sabe que existe el Hogar San Blas, un centro de día y consigna para personas sin hogar. Me escucha hablar con atención de ese lugar donde poder guardar sus pertenencias y tomar un refrigerio en un ambiente donde descansar y relacionarse. Juan Carlos es uno de esos 187 que duermen en portales o cajeros, otros tantos lo hacen en refugios de caridad. Actualmente las políticas sociales insuficientes obligan a poner en marcha proyectos de índole privado para mitigar en la medida de lo posible tan dramáticas situaciones. El Hogar San Blas se ubica en el número 7 de la calle del mismo nombre, así que le digo:
- Allí podrás dejar tus cosas personales, tendrás desayuno y merienda, espacio de convivencia, juegos y libros, conocerás a personas que te aconsejarán y te acompañarán a hacer gestiones y a buscar ayuda. No te olvides de ir, aquí te anoto la dirección y mañana te traeré un saco, porque vas a necesitarlo.
- Un saco no, es pronto todavía para el saco, hace calor en el cajero.
No asiste a ningún comedor de beneficencia, me dice que le da apuro, tampoco pide limosna cuando se sienta en el paseo, pero no pasa desapercibido y la gente le auxilia. Algunos días le veo abrir la tortilla de patata precocinada y la come sin sacar del envoltorio.
Si en alguna ocasión las bicicletas van a toda velocidad, él me aparta a un lado con su frase habitual:
- Cuidado reina, que te pueden atropellar, pero no te acerques mucho a mí que llevo moscas. Si, si yo quiero ir limpio y tener salud pero vivo en la calle...
- Todas las mañanas te veo cuando paso por aquí, camino del trabajo. Le hablo mientras me mira fijamente con una mirada que a ratos indica una huida mental más que verdadera comprensión de mis palabras.
El que ofrece de corazón no se hace preguntas. Es muy duro que un hombre tenga que estar tirado en el suelo, sin cariño de nadie, tan bajo como un canto rodado. Este hombre que un día fue un bebé, criado por sus padres con amores y mimos y llevado por sus hermanos de la mano, era un niño que crecía feliz, tenía toda la vida por delante, con los frutos dulces y los horizontes amplios...
Ingenuos, inocentes y débiles, caen y recaen... mientras espero respuesta, sabiendo que las peticiones van en abrumador crescendo y la mía es sólo una más. Algunos llaman a este transeúnte, mi protegido, pero hoy yo no soy capaz de decir: "dichosos los que saben asumir el dolor", porque el "ten compasión de mi" es estar con el que está solo y preguntar ¿qué quieres que haga por ti?. Curiosamente siempre es él quien me dice esa frase cada día, con deseo de corresponder a mis pequeños gestos, tan diminutos, que no son casi nada.
Al día siguiente:
- Buenos días Juan Carlos, te traigo un café con leche y un bollo, en la bolsa hay un bombón, un azucarillo, cucharilla y servilleta.
- Sí, ya sé que todo eso es muy bueno pero no puedo comer nada, me duele el estómago, llevo litro y medio de vino en el estómago y no me ha sentado bien.
Lo dice con una mueca de dolor a la vez que reconozco mi asombro de que esa cantidad de vino no le haga el mínimo efecto, aquel que me haría a mí.
- Está caliente, desayuna delante de mí para que yo lo vea y esa caja te la tiro ahora mismo.
Hace meses que lleva una bolsa de plástico con dos paellas y las conserva como oro en paño, se las regalaron en una tienda. Dice que no quiere entretener a Pilar, que es una buena amiga como yo, pero no que no está bien robarle tiempo.
A regañadientes se lleva el vaso a la boca, bebe un sorbo y me dice:
- Cuánto bien me haces pero a veces el café está muy caliente y me quemo la lengua -su voz es un reproche cariñoso-. Desde pequeño he tomado batidos de chocolate, nunca me he drogado, en casa se bebía mosto, ahora duermo en el cajero del BBVA y tengo que madrugar y sacar los cartones antes de que vengan a trabajar.
- Seguro que tienes novio, ¡qué pena me da, reina!, ¡qué pena!.
Cuando toca mi turno imito su dramatismo al gesticular mientras le hablo con la intención de asustarle.
- Si bebes te dolerá el estómago, vomitarás y acabarás muriendo joven, como tu madre.
- No me digas eso, que no quiero morir.
Lo que yo no puedo imaginar en ese momento es que él me pedirá un mes más tarde:
- Deséame la muerte, que no puedo más.
Me lo pedirá mirándome con infinita tristeza y se le escapará un hondo suspiro que en mi aflicción parecerá escapado de mi propio cuerpo.
Me fijo en el abrigo, algo corto pero que encaja perfectamente en un cuerpo cada vez más escuálido, lo guarda para las madrugadas frías de Zaragoza.
- ¿Cómo sabes que tengo dolor de estómago muy fuerte? -lo has adivinado-.
- Porque lo sé -le digo tajante- tira esa caja de vino y no te gastes en bebida el dinero que te da la gente que te quiere ayudar.
- Mira esos chicos que están allí, me han dado un billete -me dice-.
Con rapidez me enseña sacando de su bolsillo un billete de 10€ y me pregunta:
- ¿Es mucho dinero?
Yo le respondo que es el suficiente para desayunar de aquí al viernes.
No sabe que existe el Hogar San Blas, un centro de día y consigna para personas sin hogar. Me escucha hablar con atención de ese lugar donde poder guardar sus pertenencias y tomar un refrigerio en un ambiente donde descansar y relacionarse. Juan Carlos es uno de esos 187 que duermen en portales o cajeros, otros tantos lo hacen en refugios de caridad. Actualmente las políticas sociales insuficientes obligan a poner en marcha proyectos de índole privado para mitigar en la medida de lo posible tan dramáticas situaciones. El Hogar San Blas se ubica en el número 7 de la calle del mismo nombre, así que le digo:
- Allí podrás dejar tus cosas personales, tendrás desayuno y merienda, espacio de convivencia, juegos y libros, conocerás a personas que te aconsejarán y te acompañarán a hacer gestiones y a buscar ayuda. No te olvides de ir, aquí te anoto la dirección y mañana te traeré un saco, porque vas a necesitarlo.
- Un saco no, es pronto todavía para el saco, hace calor en el cajero.
No asiste a ningún comedor de beneficencia, me dice que le da apuro, tampoco pide limosna cuando se sienta en el paseo, pero no pasa desapercibido y la gente le auxilia. Algunos días le veo abrir la tortilla de patata precocinada y la come sin sacar del envoltorio.
Si en alguna ocasión las bicicletas van a toda velocidad, él me aparta a un lado con su frase habitual:
- Cuidado reina, que te pueden atropellar, pero no te acerques mucho a mí que llevo moscas. Si, si yo quiero ir limpio y tener salud pero vivo en la calle...
- Todas las mañanas te veo cuando paso por aquí, camino del trabajo. Le hablo mientras me mira fijamente con una mirada que a ratos indica una huida mental más que verdadera comprensión de mis palabras.
El que ofrece de corazón no se hace preguntas. Es muy duro que un hombre tenga que estar tirado en el suelo, sin cariño de nadie, tan bajo como un canto rodado. Este hombre que un día fue un bebé, criado por sus padres con amores y mimos y llevado por sus hermanos de la mano, era un niño que crecía feliz, tenía toda la vida por delante, con los frutos dulces y los horizontes amplios...
Ingenuos, inocentes y débiles, caen y recaen... mientras espero respuesta, sabiendo que las peticiones van en abrumador crescendo y la mía es sólo una más. Algunos llaman a este transeúnte, mi protegido, pero hoy yo no soy capaz de decir: "dichosos los que saben asumir el dolor", porque el "ten compasión de mi" es estar con el que está solo y preguntar ¿qué quieres que haga por ti?. Curiosamente siempre es él quien me dice esa frase cada día, con deseo de corresponder a mis pequeños gestos, tan diminutos, que no son casi nada.
Al día siguiente:
- Buenos días Juan Carlos, te traigo un café con leche y un bollo, en la bolsa hay un bombón, un azucarillo, cucharilla y servilleta.
- Sí, ya sé que todo eso es muy bueno pero no puedo comer nada, me duele el estómago, llevo litro y medio de vino en el estómago y no me ha sentado bien.
Lo dice con una mueca de dolor a la vez que reconozco mi asombro de que esa cantidad de vino no le haga el mínimo efecto, aquel que me haría a mí.
- Está caliente, desayuna delante de mí para que yo lo vea y esa caja te la tiro ahora mismo.
Hace meses que lleva una bolsa de plástico con dos paellas y las conserva como oro en paño, se las regalaron en una tienda. Dice que no quiere entretener a Pilar, que es una buena amiga como yo, pero no que no está bien robarle tiempo.
A regañadientes se lleva el vaso a la boca, bebe un sorbo y me dice:
- Cuánto bien me haces pero a veces el café está muy caliente y me quemo la lengua -su voz es un reproche cariñoso-. Desde pequeño he tomado batidos de chocolate, nunca me he drogado, en casa se bebía mosto, ahora duermo en el cajero del BBVA y tengo que madrugar y sacar los cartones antes de que vengan a trabajar.
Me asegura que está feliz porque otro mendigo le ha regalado su sombrero. Aún no sabe que mañana le pedirá que se lo devuelva porque sólo se lo prestó y se enzarzarán en una discusión en la que llegará a llamar al otro, ¡egoísta!.
- Heredé de mis padres millones de las antiguas pesetas, mis hermanos vendieron el piso, me dieron mi parte pero sin casa tuve que buscar una pensión, no encontraba trabajo y un día se acabó el dinero, todo empezó cuando llamaron a la policía para echarme de allí y tuve que dormir en la escalera.
Desconoce que no debía salir de casa de sus padres y que el piso no debió venderse, un soltero tiene derecho a quedarse en el hogar si sus padres han fallecido viviendo con él. Dudo que me escuche pero me despide con un “que tengas un buen día”.
Hoy
- Hola Juan Carlos ¿cómo estás? -siempre que lo encuentro sentado, lleva las piernas cruzadas, de manera elegante-
- ¿Quien eres, reina? ¿De qué me conoces?
- Soy la chica de las almendras
- Ah, sí, la del café y la mochila. Sabes una cosa, a mi me conocen muchos actores y actrices que vienen a Zaragoza al teatro, me gusta mucho Elisa Matilla y siempre me saluda Concha Velasco. No veas qué bien trabajan, me encanta el cine y el teatro.
Le veo cara de entusiasmo cuando habla de Esteso, de Manolito Royo y Marianico el corto, tres humoristas zaragozanos. Ya no es el joven agresivo de ayer, que andaba envuelto en un olor nauseabundo, hoy es lunes y lleva camisa nueva, le queda un poco grande pero está limpia, hay esperanza en sus ojos y su cutis está impecablemente afeitado.
- ¿Tienes pareja?- me pregunta-
No le digo que sí ni que no, sólo sonrío porque me sorprende la pregunta.
Con la lucidez impropia de un alcohólico y antes de que yo responda, va y me dice con un gesto contrariado.- Heredé de mis padres millones de las antiguas pesetas, mis hermanos vendieron el piso, me dieron mi parte pero sin casa tuve que buscar una pensión, no encontraba trabajo y un día se acabó el dinero, todo empezó cuando llamaron a la policía para echarme de allí y tuve que dormir en la escalera.
Desconoce que no debía salir de casa de sus padres y que el piso no debió venderse, un soltero tiene derecho a quedarse en el hogar si sus padres han fallecido viviendo con él. Dudo que me escuche pero me despide con un “que tengas un buen día”.
Hoy
- Hola Juan Carlos ¿cómo estás? -siempre que lo encuentro sentado, lleva las piernas cruzadas, de manera elegante-
- ¿Quien eres, reina? ¿De qué me conoces?
- Soy la chica de las almendras
- Ah, sí, la del café y la mochila. Sabes una cosa, a mi me conocen muchos actores y actrices que vienen a Zaragoza al teatro, me gusta mucho Elisa Matilla y siempre me saluda Concha Velasco. No veas qué bien trabajan, me encanta el cine y el teatro.
Le veo cara de entusiasmo cuando habla de Esteso, de Manolito Royo y Marianico el corto, tres humoristas zaragozanos. Ya no es el joven agresivo de ayer, que andaba envuelto en un olor nauseabundo, hoy es lunes y lleva camisa nueva, le queda un poco grande pero está limpia, hay esperanza en sus ojos y su cutis está impecablemente afeitado.
- ¿Tienes pareja?- me pregunta-
No le digo que sí ni que no, sólo sonrío porque me sorprende la pregunta.
- Seguro que tienes novio, ¡qué pena me da, reina!, ¡qué pena!.
Yo podía dar una limosna a su cuerpo, pero su cuerpo no
le dolía, tenía el alma enferma y yo no podía llegar a su alma.
Herman Melville
(Esta historia es
real).