Repite: El mundo está en paz y yo también

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domingo, 28 de agosto de 2016

VIAJE SIN RESERVA

Las casas se entrelazan unas con otras, las colinas son suaves y seductoras.  A veces me digo que el pueblo no sería el mismo sin la torre agrietada ni la campana de dudosa estabilidad, tal vez se desprenda cualquier día y caiga sobre algún feligrés, porque seguro es, que quien no pisa la iglesia tiene menos probabilidad de morir a sus puertas por un golpe de este instrumento musical.  Se ríen de mis bromas pero llevo mucho tiempo controlando la campana y las rocas que se desprenden  cuyo peso se mide en toneladas, y que alguna vez con grúas tuvieron que ser retiradas de los campos.


Mi memoria se pasea por las azoteas en las silenciosas tardes de verano, o en las mañanas, cuando camino por los barrancos y vericuetos de pequeño recorrido, hay moras todavía verdes, uvas casi maduras y nudos en las ginestas.


Son las ermitas cerradas y el cauce de un río seco los que me hablan de tiempos pasados, no sé si hay o no cosas que han perdido un ápice de encanto, con la distancia de los años yo diría que tal vez.  De regreso a la ciudad pienso en que siempre puedo volver al pueblo cuando no persiga horizontes  más lejanos.


 Este campo tiene una cualidad que hipnotiza, hace adormecer el cerebro y estallar los sentidos, pero aquí no llegan ni masas de gente ni turistas, sólo de tarde en tarde algún autobús que por extravío viene a dar con nosotros para alabar esta vida que concuerda en equilibrio perfecto.  Aquí no hay más pretensión que la de gozar de los atributos naturales.



Hoy la sequía pregona un verano desértico, el amarillo se ha comido al verde.  En esta tarde deslumbran los destellos del sol, que al mediodía deja de iluminar para derramarse una vez se alza sobre las montañas, hoy se respira un aire puro excepcional.  Miro las casas blancas con cierto sentimentalismo, abro mi libreta para hacer esta crónica costumbrista, veo las chimeneas, algún tejado hundido, alguna fachada mal conservada de contundentes muros de piedra, alguna ventana que parece que nunca haya sido abierta, alguna puerta cerrada a cal y canto, casas abandonadas que miran a la calle sin la lozanía que tuvieron en los mejores años, sólo me dan la mejor vista los encinares circundantes.

Para los niños puede ser la merienda y un chapoteo en la terraza,  para los mayores, el vaso de vino y el plato de olivas, antes de cenar en el patio o en el corral bajo la parra.  Desde aquí podemos verlo todo, las nubes blancas, el cielo malva o la neblina agarrada al monte, el gentío en las calles o la soledad más profunda, según sea la estación.

Algunas de las horas son solamente luz a raudales, se divisan olivos, almendros, huertas, viñedos. El pueblo se resume en cuatro calles, es tan pequeño que cuando el sonido de un coche en la calle o de un tractor en un campo cercano rompe la quietud, uno sabe desde su casa a quien pertenece, lo mismo que cuando se escucha hablar a dos vecinos en la calle, todos ellos parientes más o menos lejanos o cercanos.


Todo adquiere auténtico valor, las aves, el cielo azul celeste, las paredes de cal y las macetas de los balcones, una tapia añosa protege allá a lo lejos el camposanto donde moran para siempre, mi tío-abuelo Julián, mi bisabuelo Lucas, mi tía Guillerma..... casi todos mis antepasados.


 y aún quedan viejos pero hoy en día ya no quedan rostros ennegrecidos ni pieles cicatrizadas por las adversidades de la vida rural y hasta muy pocas mujeres de mandil a la cintura, excepto mi madre y yo cuando nos metemos en faena.



El sol, el monte y la paz son importantes para la gente que sabe disfrutar de esta inusual sensación de comodidad, cuando sacamos las sillas a la calle para gozar de la benefactora hora en la que el sol se oculta y la temperatura baja.  Aquí están las casas que necesitan un cuidado constante, como dice mi padre, un operario de mantenimiento, cada una tiene su propia historia, el tronco común, las raíces, siempre he dicho que me gustan las austeras fachadas sin adornos, las que no anuncian en absoluto lo que albergan en su interior y hasta creo que en este lugar se podría dormir tres días seguidos sin despertar, es la filosofía de vida adaptada a nuestras preferencias, para unos las charlas cadenciosas en el bar, para otros el rezo ante el retablo, me niego a los asuntos personales que no me incumben, nada de pasado, nada de nombres propios, nada de vigilancia, de alegrarse en la desgracia ajena, de tendencia al cotilleo, de mala intención, de hablar de los ausentes, de controlar, de intolerancia, de falta de independencia, nada de hábitos insanos.  Lo que me gusta es la charla en casa de Consuelo, las ciruelas que me regala Teresa, el saludo que me da cada mañana mi vecino Antonio, cuando me dice con una sonrisa: "buenos días maña", el paseo hasta la Fuente del Tío Acacio, mi bicicleta cuesta arriba .....Todos los pueblos tienen su encanto, su milagro y su extrañeza, aquí el deje en el habla tiene toda su sobriedad aragonesa, de la que yo no me escapo.


Hay horas en las que todo tranquiliza si no fuera porque los pájaros dan cierto toque musical planeando y cantando, ¡qué afortunados somos de veranear aquí!. Mires donde mires, siempre sabrás que aquí hubo y hay caza desde los ancestros.  Hace calor, huele a cabras y anochece.  Hace fresco, huele a vino y las golondrinas llenan de alegría mis primeras horas vespertinas. Mi casa libera profundas sensaciones y en la noche oigo el ganado disperso en la ladera, sin camino ni senda, sin veredas, monte abajo y cuando todo se decide a recibirnos nos postramos ante la belleza de una panorámica sencilla y acogedora, esperando que a la mañana, el sonido de los hombres del campo se propague con su mula mecánica tanto como el ladrido lejano de los perros.


El sosiego es la evidencia, la sensación de todos, la emoción  que contiene el perfil de mi hogar, la que evoca la vida y los últimos días de los míos, la existencia revelada, pero las cosas han cambiado mucho en años, basta imaginar que la vida era dura por entonces, con un aura genuina, pero hoy perdura el mismo laberinto de calles, el hierro negro de balcones y ventanas, cortinas con nostalgia de ayer, charla entre extraños y conocidos, antigüedad, aislamiento, hasta dan ganas de hacerle preguntas a Dios, todo invita a mirar a ese plano superior tan cerca del cielo.  Mi oído sigue el rumor amable de las voces de puertas para adentro, alimento y sabor de la deliciosa lentitud de mi tiempo en familia, cuando el bullicio de la plaza en el domingo es el presagio de despedida y con la llegada de septiembre, el punto final de las vacaciones de verano.


Nota:  Me llevará tiempo preparar la siguiente entrada pues acabo de regresar de un viaje por Transilvania, Bucovina y el Delta del Danubio, en la zona más próxima al Mar Negro. Espero hacerla con todo detalle para que podáis disfrutarla lo mismo que yo. De momento vaya este viaje sin reserva que me permitió descansar antes de emprender el periplo de unas cuantas horas que nos separan a Zaragoza de Bucarest.  Bienvenidos seáis todos.